“Golpearon a mis acompañantes pero a mí no, porque parecía una niña. Tenía 15 años y el pelo corto. Continué el camino llorando. Las habitaciones de los prisioneros eran muy pequeñas, por la noche no tenían espacio para tumbarse a lo largo. Sólo tenían una pieza de algodón para cubrirse, y tenían que estar acurrucados y sentados en el suelo. No llegué a ver la comida, pero no debía de ser buena. Tenían atada una madera al cuello, y una cadena en los tobillos: La comida estaba en un gran recipiente, e iban pasando en línea para recogerla en su bol. A los últimos no les llegaba nada de comida y el resto eran golpeados o también los llevaban a trabajar al campo, rodeados de policías, que les obligaban a trabajar, forzándoles a seguir cuando intentaban descansar. Viendo todo esto, seguí mi viaje llorando, hasta que llegué a Lhasa”.
“En Lhasa viví cinco años, hasta 1987. Ese año tuvo lugar un levantamiento popular, y detuvieron a mucha gente en el Bakhor. A los que la policía arrestó, si delataban a 10 participantes les dejaban en libertad. Entonces la chica que vivía conmigo, mi amiga y yo fuimos delatadas. Sabíamos que al día siguiente vendrían a detenernos, así que por la mañana temprano escapé y me fui a otro lugar. No nos podíamos quedar en Lhasa.”